Spotify y los artistas: amor y odio en la era del 'streaming'

En poco menos de dos décadas, Spotify ha pasado de ser un experimento sueco contra la piratería musical a convertirse en la plataforma de streaming más influyente del mundo. Con más de 600 millones de usuarios y presencia en más de 180 países, la compañía sueca se ha posicionado como el epicentro de la industria musical contemporánea.

Sin embargo, su éxito comercial ha venido acompañado de un profundo debate sobre el valor del arte y la retribución justa a los creadores. Numerosos artistas —desde superestrellas hasta músicos emergentes— han manifestado sus discreciones, cuando no un rechazo abierto, hacia este modelo.

Hace poco más de diez años, Taylor Swift dio un portazo que hizo ruido en toda la industria musical: retiró su catálogo de Spotify. “La música es arte, y el arte es importante y excepcional. Las cosas importantes y excepcionales deben pagarse justamente”, dijo entonces en una entrevista con Time. Su gesto fue una declaración de guerra contra el streaming, un modelo que estaba creciendo de forma imparable y que hoy domina casi todo el mercado.

No es la única. Björk, icono islandés de la vanguardia musical, no ha dudado en definir Spotify como “probablemente lo peor que le ha pasado a los músicos”. Y aunque estas quejas provienen de artistas consolidados, reflejan una preocupación que atraviesa a todo el sector: ¿realmente el streaming es una oportunidad para los músicos, o un sistema que se beneficia de ellos sin devolverles lo suficiente?

¿En qué ha ayudado Spotify?

Sería injusto negar que Spotify ha cambiado el juego. Antes, un artista sin sello tenía que conformarse con vender maquetas en conciertos locales o enviar CDs a radios con pocas garantías de ser escuchado. Hoy, con apenas 20 euros al año a través de un agregador como DistroKid (o completamente gratis como en el caso de Routenote), puede subir su música y estar disponible en 180 países en cuestión de días.

Además, la plataforma ofrece datos detallados sobre quién escucha tu música, en qué ciudad y con qué frecuencia. Para un artista independiente, saber que tiene 1.000 oyentes en Berlín o en Ciudad de México puede ser la diferencia entre planificar una gira internacional o quedarse en el circuito local.

Las discográficas grandes también han sacado partido. Los acuerdos que las majors —Sony, Universal y Warner— tienen con Spotify aseguran que sus artistas aparezcan en las playlists editoriales más seguidas. Y en un entorno donde el descubrimiento musical está guiado por algoritmos y listas de reproducción, estar en la portada de “Éxitos España” o “Today’s Top Hits” puede significar millones de reproducciones en cuestión de días.

Spotify, además, fue clave en la lucha contra la piratería. A principios de los 2000, con Napster o eMule, la mayoría de la gente descargaba música gratis. Aunque los ingresos actuales por stream son bajos, para muchos artistas es preferible obtener algo a cambio en lugar de nada.

El lado oscuro

El gran problema está en cuánto recibe un artista por cada escucha. La cifra oscila entre 0,003 y 0,005 dólares por reproducción. Traducido: para ganar 1.000 dólares, una canción necesita entre 200.000 y 300.000 reproducciones. Y para lograr un sueldo anual digno, harían falta millones.

Eso es posible para artistas de primer nivel, pero casi imposible para la mayoría. La inmensa base de músicos independientes se enfrenta a un muro: las playlists más populares están dominadas por artistas de grandes discográficas, que, como ya ha sido mencionado, negocian contratos más ventajosos con Spotify. La supuesta “democratización” del acceso al mercado global se convierte así en una carrera donde no todos parten desde la misma línea de salida.

Hay también un efecto creativo. Como la primera escucha es la que cuenta para generar ingresos, muchos músicos sienten la presión de enganchar al oyente desde el primer segundo. Eso ha provocado que las canciones sean cada vez más cortas y con estructuras más inmediatas, pensadas para no ser saltadas. Lo que en teoría debería ser una revolución cultural se convierte en un mercado que premia la fórmula por encima del riesgo artístico.

¿Qué puede hacer el oyente?

En este punto, la pregunta es inevitable: si el modelo tiene tantos problemas, ¿qué alternativas hay? La respuesta no depende solo de artistas o discográficas, también de quienes escuchamos música.

  • Apoyar a los músicos independientes. Si hay artistas sin discográfica cercanos a ti, puedes apoyarles con simples acciones como preguardar sus próximos lanzamientos o compartir sus canciones en tus historias de Instagram.
  • Utilizar otras plataformas de streaming. Tidal, conocida por su alta calidad de sonido, ofrece una mayor tasa de pago por reproducción, beneficiando directamente a los artistas aunque su catálogo sea más limitado. Deezer, por su parte, combina una amplia biblioteca musical con una remuneración competitiva y herramientas de descubrimiento que ayudan a los músicos a llegar a nuevos oyentes. Napster, aunque menos popular, también se destaca por ofrecer una de las mejores tasas de pago por reproducción a los creadores.
  • Merchandising y vinilos. Comprar camisetas, pósters o ediciones físicas en la web oficial de un artista da más margen que cualquier stream. Muchos grupos confiesan que el dinero real lo ganan en la mesa de merch al final del concierto.
  • Asistir a conciertos. La gira sigue siendo la fuente de ingresos más sólida para la mayoría. Pagar una entrada no solo ayuda económicamente: refuerza el vínculo entre público y músico, algo que ningún algoritmo puede reemplazar.
  • Suscripciones directas. Plataformas como Patreon permiten a los fans apoyar mensualmente a sus artistas favoritos y recibir a cambio contenido exclusivo: demos, conciertos privados online, adelantos de canciones. Para el artista, supone ingresos estables y predecibles.

Entre la comodidad y la ética

Spotify es, al mismo tiempo, una bendición y una maldición. Ha puesto a disposición del mundo entero la música con una comodidad impensable hace veinte años. Ha abierto puertas a artistas que jamás habrían sonado fuera de su ciudad natal. Pero también ha creado un sistema donde los que más tienen siguen acumulando beneficios y donde el grueso de los músicos lucha por sobrevivir con centavos por reproducción.

Más allá de cifras y algoritmos, la pregunta que subyace es sencilla: ¿qué valor le damos a la música? Como oyentes, tenemos más poder del que creemos. Y de nuestras decisiones depende que el streaming sea una herramienta para sostener el arte o, como temen algunos, para vaciarlo de sentido.

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